Voroshilovgrado, de Serhiy Zhadan (Galaxia Gutenberg) Traducción de Andrei Kozinets | por Juan Jiménez García

Serhiy Zhadan | Voroshilovgrado

Capturar una atmósfera. Capturar algo que está ahí, allá, en algún lugar, otro lugar. El tiempo se ha detenido. En Voroshilovgrado, una ciudad que ya no existe, una ciudad de postal, con la que los estudiantes describían monumentos, se puede pensar en el pasado, incluso todo es pasado, como el propio nombre (ahora Lugansk, lugar de guerra). En el presente (ese presente antes de las disputas territoriales y mucho antes de la guerra), todos parecen ocupados en buscarse la vida. Trapichear, contrabandear, eso, buscarse la vida. También puedes estar un poco fuera de todo eso, si es posible, y entonces estás jodido. Algún día aparecerá alguien y ya no te dejará en paz. En aquello que fue Voroshilovgrado el paisaje es desolador. Es más, no logramos reconstruirlo de ninguna manera siguiendo las indicaciones de Serhiy Zhadan. No porque esté falto de ellas, sino porque son como fragmentos de un todo, como un desierto que no está desierto, como una ciudad sin ciudad, como si las cosas, la gasolinera alrededor de la que gira la novela, estuviera en ninguna parte, pero literalmente ninguna parte, y cuando va de allá a otra parte es como si solo esa otra parte existiera. Carreteras y el vacío. Y en ese espacio, en ese espacio que solo es espacio, nos encontramos con algunos personajes. No es extraño que en Herman, el protagonista, los sueños se crucen con la realidad. Lo material se vuelve inmaterial. Lo estable, inestabilidad. Un mundo en el que todo está en suspensión. Igual Olga no. Ella es contable. Pero no, ella también. Zhadan, página a página, nos instala en la irrealidad más absoluta. La irrealidad del realismo sucio ucraniano. No, Europa no está cerca. Es más, nada está cerca. 

Un día Her recibe una llamada. Es el viejo Kocha. Su hermano se ha largado a Amsterdam y ha dejado la gasolinera, sin más. La gasolinera está a nombre de Her. Algo habrá que hacer con ella. Her, Herman, se dedica a sus chanchullos. No le va mal, lo cual no quiere decir que le vaya bien. Quiere decir lo que quiere decir. Tiene que acercarse, aunque solo sea un día, para ver qué ha ocurrido o qué va a hacer con aquello. No hay manera de localizar al hermano. No responde a las llamadas. El viaje, que ni siquiera es interminable, es un avance de lo que vendrá. Cosas raras, sueños raros, personajes al límite, paisajes sin límites. Al llegar, también se encontrará con Shura, otro viejo conocido, que hace de mecánico a ratos, y que es un referente en un lugar sin ídolos ni creencias. Sin religión, pero con un cura. Un cura sin religión. Entonces surgirán los problemas. Entonces, empezarán a pasar los días, uno tras otro, sin tropezarse, sin empujones. Los encuentros se suceden. El presente es el pasado, con todos más viejos, aunque no más cansados. No es fácil reconocer quién está muerto y quién no. En esa planitud que no es tal, es difícil entender que, en realidad, uno está cayendo. Cuando no vas a ninguna parte, es difícil entender que te has perdido. Pero ni la caída ni la pérdida se comprenden hasta que ocurre algo y nos deja en un estado de consciencia.  

Voroshilovgrado podría ser una novela del oeste en el este. Demasiado fácil. Es una novela del este en el este, un este inabarcable, líquido, sucio, terminal. Un lugar sin frontera, sin mapas, sin futuro. Un partido de fútbol en el fin del mundo. Un fin del mundo sin fin. Unos personajes más allá de todo, pero, demasiado a menudo, humanos. Esa humanidad que nos hace frágiles. Qué hace frágiles a los duros y llena el aire de derrota. Una humanidad igualadora. ¿Qué novela escribiría ahora Serhiy Zhadan? Años después, ocupación después, guerra durante. En aquellos parajes sin límites, ahora es Rusia. Muerte, destrucción. Nos dan risa esos mafiosos de la novela, meros aprendices. Antes he escrito “sin futuro”. Pero no. Hay uno. Está escrito. Sí, está escrito.


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